jueves, febrero 4

Aliwenko


Dicen que las personas están marcadas por las líneas de la mano, que las almas son viejas cuando estas son muy intensas. Ella no sabe realmente si su alma pueda caber en sus manos, de hecho, ni siquiera lo piensa, pero hay algo que la distingue de los demás, un dejo, una especie de calma absoluta que la ronda cuando pasa las tardes en su jardín.
Esa mañana, la siguiente de la celebración, despertó ausente, lánguida por el sueño. Algo dolía adentro, algo se indignaba mientras iba atendiendo los almácigos de sus flores, algo le rasgaba la espalda, le ardían sus pómulos altos, le pesaba el pelo negro.
En el instante justo en que rozó una espina, comenzó a diluirse, sentía su cuerpo húmedo, no lloraba pero brotaban lágrimas de sus ojos, quiso sentarse en medio del charco que había dejado, pero no pudo caminar, sus pies se habían convertido en un hilillo de agua que cruzaba el jardín y se iba directo al río, intentó estirar sus brazos hacia las calas y descubrió que de sus manos salían ramas y raíces, que las líneas, esas marcadas que tenía, se iban convirtiendo poco a poco en un espeso ramaje, sus extremidades ya no existían, su sexo era líquido, toda ella era líquida.
La noche que sucedía a esa tarde estaba calma, secreta entre los tulipanes, jazmines y algún caracol inquieto.
Ella ya no existía, la médula de sus huesos se había vuelto savia, las líneas de sus manos se abrieron en un ramaje frondoso y blanco, ahí estaba en medio del riachuelo, alzado sobre el agua, ya no dolían las heridas de su historia, ahora su historia vivía en cada ramaje/vena, se convirtió en el árbol sagrado que guarda las lágrimas de sus antepasados.
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